Hay una escena en Conan el Bárbaro (John Milius, 1982) que siempre me ha gustado.
Thulsa Doom, el villano, está en lo alto de un acantilado. Abajo, Conan lo observa.
El pueblo de Conan —los cimmerios— creían que el poder estaba en el acero. Desde niño, Conan había sido enseñado a venerarlo. El acero era lo sagrado, porque quien lo forjaba y lo dominaba tenía el control: podía construir, podía destruir, podía sobrevivir. Para un cimmerio, la espada no era solo una herramienta: era la extensión de su voluntad en el mundo.
Doom apenas alza un brazo y una de sus seguidoras se lanza al vacío sin dudar. Entonces, con voz calmada, le dice:
“¿Qué es el acero comparado con la mano que lo maneja? Este es el verdadero poder. El secreto de la carne.”
Como Conan, durante años yo viví con esa misma fe.
El teclado era mi espada. El código, el material con el que podía resolver problemas y crear cosas de la nada. Como programador, todo dependía de mi habilidad para forjar soluciones y de la precisión de cada golpe de mi teclado. El acero era tangible: líneas de código, features creadas, errores eliminados.
Pero entonces di el salto a ser manager. Y como Conan, aprendí que el acero no es suficiente.
Porque ser manager no consiste en seguir empuñando la espada. Consiste en algo más sutil y, para mí al principio, más incómodo: influir, sostener conversaciones difíciles, crear espacios y sistemas para los demás.
Lo que antes era un acto de pura habilidad técnica se transformó en un acto de relaciones humanas y de sistemas complejos.
Thulsa Doom hablaba de manipulación. Yo hablo de algo distinto: de la capacidad de conectar con las personas, de entender sus necesidades, de entender e influir en los sistemas…
Ese, creo, es el “secreto de la carne” para un manager.
Nos leemos
Me toco